El gran desafío
Los latidos de la selva no se oían aquella mañana de primavera. Los primeros rayos de sol comenzaban a atisbarse por entre las copas de los frondosos árboles y una leve capa de rocío inundaba el suelo cubierto de hojarasca. En la tribu de los leones reinaba el silencio roto tan sólo por leves retozos de las crías.
Gran Sultán, actual rey de la selva y jefe de la tribu, dormitaba junto a Dacia, su compañera y madre de Roko, el león primogénito de la familia. Todos ellos eran muy respetados en la selva y desde hacía muchos, muchos años , un miembro de aquella familia era proclamado Rey de la Selva. Nadie osaba desafiar su poder. Aquella mañana del mes de marzo, como cada año, desde tiempos inmemoriales, debería producirse el Gran Reto: el desafío al Rey. Era una costumbre, y como tal había que cumplirla. Pero aquel año iba a ser diferente, porque el desafío lo iban a protagonizar padre e hijo: Gran Sultán y Roko.
La pelea era a muerte, sólo podría haber un Rey. El drama se respiraba en el ambiente, nunca en la selva se había celebrado un combate de tal calibre.
A las doce del mediodía y en el descampado central, el elefante Orejudo, juez de la contienda, y al sonido del tan-tan del gorila daría la señal de inicio del gran combate. De todos los confines acudirían los tigres, las panteras, las altivas jirafas y hasta las diminutas ardillas. Todo estaba preparado. En el ring de la selva iban a medir sus fuerzas el gran Rey León y su hijo para proclamar al nuevo Rey.
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Llegada la hora, ambos protagonistas y al son de chirridos, palmoteos y los más diversos gritos se presentan a la cita. Orejudo dicta las normas : combate a muerte. Con su trompa dictará sentencia. Su trompa arriba indicará vida, trompa abajo indicará muerte. Cual circo romano, comienza la pelea; la tensión se corta con un cuchillo, las ardillas tapan los ojos por el miedo, los monos de rama en rama muestran su nerviosismo, mientras los tigres permanecen impasivos ante tal evento.
Ante los vítores de los presentes entra en liza Gran Sultán, es el Rey, su gran melena lo demuestra. Altivo, debe demostrar su gran categoría, a pesar de aquel día no es alegre para él. Se va a enfrentar a su hijo que ya aparece a su espalda entre los vítores de sus amigos. Ambos se miran y en sus ojos se vislumbra una mirada de cariño teñida con la sangre de la fuerza.
Primeros compases, primeros amagos, primeros zarpazos, primeras miradas de asombro entre los espectadores. Roko es el primero en lanzar el ataque, está nervioso, inquieto, sabe que se enfrenta a un gran rival y además es su padre, a quien ha visto pelear tantas veces y siempre vencedor. No quiere que el miedo le atenace y está decidido al ataque. Enfrente el Gran Sultán espera, tiene experiencia, sabe esperar el momento y además conoce a su hijo. Sabe que es muy fuerte, por sus venas corre su sangre, pero también conoce sus debilidades.
Tras instantes de tanteo, se inicia la pelea. Manotazos, zarpazos, rasguños, desgarros, revolcones,… el suelo se mancha con las primeras gotas de sangre. Orejudo está impertérrito, sabe que no debe intervenir, allí hay algo más que una pelea, está el honor y eso, entre los animales, es algo sagrado. Por los alrededores no se oye nada, el silencio expectante reina por doquier. Todos saben de la valentía de los protagonistas y nadie se atreve a decantarse por uno de ellos. Sin embargo, en el escenario hay otra protagonista, callada, triste y al mismo tiempo orgullosa: Dacia, compañera de Gran Sultán y madre de Roko. Cada rasguño, cada herida, cada gota de sangre que brote en el descampado le sale a ella del alma, pero al mismo tiempo la llena de orgullo, porque es su sangre y es su amor.
Tras segundos de pelea, sus cuerpos ya están exhaustos, entre jaleos dan lo último de sí, las zarpas ya no se mueven con rapidez , pero siguen siendo como unas mazas que derribarían a cualquiera menos a ellos. Los dos siguen de pie y no se sabe como, tal es la violencia del combate. En un instante, parece tambalearse Roko ante el asombro de los presentes. Jadeantes, cansinos, siguen en liza tambaleándose.
De pronto, como una ráfaga de viento enfurecido, las manos delanteras de Roko se abalanzan al pecho de Gran Sultán y lo derriban al suelo con tal violencia que este queda inconsciente. Es entonces cuando el hijo se abalanza sobre su padre y con la boca abierta y teñida de sangre amenaza la yugular del Gran Rey.
Aquel segundo se hizo eterno. La trompa de Orejudo no se movía, por primera vez en los ojos de Gran Sultán se vio la muerte y en los de Roko la sangre de victoria se mezclaba con una lágrima de tristeza. Bajo su mirada asesina tenía al Rey que era su padre, tenía a quien él había admirado más en su vida, a quien él quería tanto y dudó….
Fue tan solo un segundo, tiempo suficiente para que Gran Sultán con un movimiento de costado, aquel que tantas veces le había salvado en momentos críticos, doblegara a Roko y con una llave de muerte le tenía atenazado. Orejudo ya iniciaba con su trompa su movimiento de muerte, el gorila comenzaba a tocar el tan-tan fúnebre y los tigres iniciaban su marcha, tranquilos, como si ya supieran lo que allí iba a pasar.
Una vez más, Gran Sultán había dado una lección de valentía, de saber luchar hasta el último aliento, de saber esperar el momento decisivo; tenía a su merced a un valiente león que le había retado y que había estado a punto de derrotarlo y además era su hijo.
Fue entonces cuando apareció en escena el otro gran protagonista, que hasta aquel momento había pasado desapercibido. Dacia, la leona madre, la leona, compañera fiel y trabajadora, la amiga inseparable hizo acto de presencia, señorial, majestuosa, desafiante, provocadora. Todos quedaron extasiados ante ella. Orejudo no daba crédito ante la situación.
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Paso a paso, tranquila, se aproximó a los contendientes, se plantó ante ellos y con una mirada de cariño, tierna, serena, pero al mismo tiempo, justiciera e implacable, zanjó la cuestión.
Con un movimiento de cabeza hizo que Gran Sultán le siguiera y ambos como una pareja triunfal se fueron deslizando por el descampado. Al llegar junto a Orejudo no le hizo falta hablar. Había un nuevo rey en la Selva, Roko, y dos padres emocionados y orgullosos de su hijo se retiraban para vivir felices juntos el resto de sus días, sabiendo que la selva tendría un gran Rey.
Una vez más la ley de la naturaleza había dictado sentencia. Todos los allí presentes organizaron una gran fiesta para homenajear al nuevo rey, a la que acudieron, por cierto una pareja de enamorados que no quería perderse tal suceso, no en vano quien iba a ser coronado rey era su hijo. Gran Sultán tenía como premio las caricias de Dacia y la mirada, en la lejanía, de Roko con una lágrima de cariño hacia su padre.
Gran Sultán, actual rey de la selva y jefe de la tribu, dormitaba junto a Dacia, su compañera y madre de Roko, el león primogénito de la familia. Todos ellos eran muy respetados en la selva y desde hacía muchos, muchos años , un miembro de aquella familia era proclamado Rey de la Selva. Nadie osaba desafiar su poder. Aquella mañana del mes de marzo, como cada año, desde tiempos inmemoriales, debería producirse el Gran Reto: el desafío al Rey. Era una costumbre, y como tal había que cumplirla. Pero aquel año iba a ser diferente, porque el desafío lo iban a protagonizar padre e hijo: Gran Sultán y Roko.
La pelea era a muerte, sólo podría haber un Rey. El drama se respiraba en el ambiente, nunca en la selva se había celebrado un combate de tal calibre.
A las doce del mediodía y en el descampado central, el elefante Orejudo, juez de la contienda, y al sonido del tan-tan del gorila daría la señal de inicio del gran combate. De todos los confines acudirían los tigres, las panteras, las altivas jirafas y hasta las diminutas ardillas. Todo estaba preparado. En el ring de la selva iban a medir sus fuerzas el gran Rey León y su hijo para proclamar al nuevo Rey.
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Llegada la hora, ambos protagonistas y al son de chirridos, palmoteos y los más diversos gritos se presentan a la cita. Orejudo dicta las normas : combate a muerte. Con su trompa dictará sentencia. Su trompa arriba indicará vida, trompa abajo indicará muerte. Cual circo romano, comienza la pelea; la tensión se corta con un cuchillo, las ardillas tapan los ojos por el miedo, los monos de rama en rama muestran su nerviosismo, mientras los tigres permanecen impasivos ante tal evento.
Ante los vítores de los presentes entra en liza Gran Sultán, es el Rey, su gran melena lo demuestra. Altivo, debe demostrar su gran categoría, a pesar de aquel día no es alegre para él. Se va a enfrentar a su hijo que ya aparece a su espalda entre los vítores de sus amigos. Ambos se miran y en sus ojos se vislumbra una mirada de cariño teñida con la sangre de la fuerza.
Primeros compases, primeros amagos, primeros zarpazos, primeras miradas de asombro entre los espectadores. Roko es el primero en lanzar el ataque, está nervioso, inquieto, sabe que se enfrenta a un gran rival y además es su padre, a quien ha visto pelear tantas veces y siempre vencedor. No quiere que el miedo le atenace y está decidido al ataque. Enfrente el Gran Sultán espera, tiene experiencia, sabe esperar el momento y además conoce a su hijo. Sabe que es muy fuerte, por sus venas corre su sangre, pero también conoce sus debilidades.
Tras instantes de tanteo, se inicia la pelea. Manotazos, zarpazos, rasguños, desgarros, revolcones,… el suelo se mancha con las primeras gotas de sangre. Orejudo está impertérrito, sabe que no debe intervenir, allí hay algo más que una pelea, está el honor y eso, entre los animales, es algo sagrado. Por los alrededores no se oye nada, el silencio expectante reina por doquier. Todos saben de la valentía de los protagonistas y nadie se atreve a decantarse por uno de ellos. Sin embargo, en el escenario hay otra protagonista, callada, triste y al mismo tiempo orgullosa: Dacia, compañera de Gran Sultán y madre de Roko. Cada rasguño, cada herida, cada gota de sangre que brote en el descampado le sale a ella del alma, pero al mismo tiempo la llena de orgullo, porque es su sangre y es su amor.
Tras segundos de pelea, sus cuerpos ya están exhaustos, entre jaleos dan lo último de sí, las zarpas ya no se mueven con rapidez , pero siguen siendo como unas mazas que derribarían a cualquiera menos a ellos. Los dos siguen de pie y no se sabe como, tal es la violencia del combate. En un instante, parece tambalearse Roko ante el asombro de los presentes. Jadeantes, cansinos, siguen en liza tambaleándose.
De pronto, como una ráfaga de viento enfurecido, las manos delanteras de Roko se abalanzan al pecho de Gran Sultán y lo derriban al suelo con tal violencia que este queda inconsciente. Es entonces cuando el hijo se abalanza sobre su padre y con la boca abierta y teñida de sangre amenaza la yugular del Gran Rey.
Aquel segundo se hizo eterno. La trompa de Orejudo no se movía, por primera vez en los ojos de Gran Sultán se vio la muerte y en los de Roko la sangre de victoria se mezclaba con una lágrima de tristeza. Bajo su mirada asesina tenía al Rey que era su padre, tenía a quien él había admirado más en su vida, a quien él quería tanto y dudó….
Fue tan solo un segundo, tiempo suficiente para que Gran Sultán con un movimiento de costado, aquel que tantas veces le había salvado en momentos críticos, doblegara a Roko y con una llave de muerte le tenía atenazado. Orejudo ya iniciaba con su trompa su movimiento de muerte, el gorila comenzaba a tocar el tan-tan fúnebre y los tigres iniciaban su marcha, tranquilos, como si ya supieran lo que allí iba a pasar.
Una vez más, Gran Sultán había dado una lección de valentía, de saber luchar hasta el último aliento, de saber esperar el momento decisivo; tenía a su merced a un valiente león que le había retado y que había estado a punto de derrotarlo y además era su hijo.
Fue entonces cuando apareció en escena el otro gran protagonista, que hasta aquel momento había pasado desapercibido. Dacia, la leona madre, la leona, compañera fiel y trabajadora, la amiga inseparable hizo acto de presencia, señorial, majestuosa, desafiante, provocadora. Todos quedaron extasiados ante ella. Orejudo no daba crédito ante la situación.
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Paso a paso, tranquila, se aproximó a los contendientes, se plantó ante ellos y con una mirada de cariño, tierna, serena, pero al mismo tiempo, justiciera e implacable, zanjó la cuestión.
Con un movimiento de cabeza hizo que Gran Sultán le siguiera y ambos como una pareja triunfal se fueron deslizando por el descampado. Al llegar junto a Orejudo no le hizo falta hablar. Había un nuevo rey en la Selva, Roko, y dos padres emocionados y orgullosos de su hijo se retiraban para vivir felices juntos el resto de sus días, sabiendo que la selva tendría un gran Rey.
Una vez más la ley de la naturaleza había dictado sentencia. Todos los allí presentes organizaron una gran fiesta para homenajear al nuevo rey, a la que acudieron, por cierto una pareja de enamorados que no quería perderse tal suceso, no en vano quien iba a ser coronado rey era su hijo. Gran Sultán tenía como premio las caricias de Dacia y la mirada, en la lejanía, de Roko con una lágrima de cariño hacia su padre.
FIN
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